Todas las épocas tienen sus héroes, algunos nuevos, otros heredados de las pretéritas. De las etapas de la vida, la infancia resulta la más propensa a endiosar a todo tipo de referentes. De los reales (los padres, ciertas profesiones generalmente acompañadas del riesgo como sinónimo de la aventura) a los ficticios (héroes televisivos y, cómo no, literarios), los niños tienden, tendimos, a elevar a un pedestal a nuestros ídolos que en ocasiones son, como decía, heredados.
Cuántos no nos habremos emocionado con la ceguera de Miguel Strogoff, aterrorizado con el incierto destino del capitan Hatteras o admirado del suprahumano valor de Sandokan en las novelas de Verne y Salgari. Cuántas aventuras corrimos de niños junto a Jim Botón o con papá Mumin; huyendo junto a los traviesos Guillermo y Tom Sawyer, o siguiendo a los protagonistas de La guerra de los botones. La de ocasiones en que nos escondimos en un barril de manzanas o ingerimos un trozo de seta que nos haría tan minúsculos que podríamos pasar a través de la puerta más ínfima. De la infancia nos quedan, pasado el tiempo, los recuerdos. De lo que fue y, sobre todo, de lo que soñamos. Y entre sueños, de estos recuerdos, nos queda en ocasiones el agridulce sabor de lo que pudo haber sido.
Recientemente, gracias a estas librerías de viejo que tanto me gusta visitar, aunque actualmente sea en generalmente de forma virtual (
como os relataba, Internet se está convirtiendo en un gran apoyo a la hora de localizar obras imposibles), conseguí localizar una copia de
La casa de los cocodrilos, una novela infantil que tuvo los ingredientes necesarios para atraparme en su lectura y sucesivas relecturas durante un largo periodo de tiempo. No recuerdo la cantidad de veces que pude acompañar a Víctor Laroche en sus incursiones por las habitaciones solitarias de la casa-hotel en que vivía con sus padres, y donde se produjera la trágica muerte de Cecilia, la hija del anciano propietario del edificio; sólo sé que el libro formó parte de mi más remota infancia, y que como tantos otros que leí en la Biblioteca Pública de mi pueblo, no pude conseguir adquirir pasados los años por encontrarse descatalogado, aunque me acompañase siempre su recuerdo.
He vuelto a leer el libro este fin de semana en poco más de una hora. Obviamente, mi aproximación al mismo ha sido distinta, desde otra perspectiva, pero he de confesar que me ha traído a la mente recuerdos que creí olvidados. Se trata de una obra escrita claramente para un público infantil, ávido de encontrar un protagonista como éste, con el que poder identificarse. Para los amantes de las novelas detectivescas, futuros lectores de las aventuras de Los Tres Investigadores de Alfred Hitchcock, de Doyle, Christie o Simenón, puede ser un punto de arranque más que interesante. Lástima que la edición existente, de Miñón en 1977, sea prácticamente imposible de encontrar, tan difícilmente localizable como tantas obras que quedarán sepultadas en el pasado, aunque su memoria nos acompañe por siempre.