Llevaba años detrás de conseguirlo, y por fin lo tengo. Ayer traje conmigo de Granada unos pequeños gránulos de kéfir. El kéfir, de origen caucásico, es una combinación de bacterias probióticas (Lactobacillus acidophilus) y de un hongo unicelular (Saccharomyces kefir), que producen la fermentación de la leche (en el caso del kéfir de leche, que es el del mío), del té o del agua y azúcar, ya que son estas tres las variedades de kéfir existentes.
Los productos del kéfir, como la leche “kefirada”, poseen abundantes beneficios sobre la salud. Su crecimiento continuo, que obliga a ir deshaciéndonos de parte del mismo cada cierto tiempo, ha venido ligado siempre a compartirlo, a regalar el que iba sobrando tras nuestra producción artesanal de este yogur alcohólico rico en proteínas. Esta regla no escrita de criar kéfir y compartir la dicha de su disfrute es algo que, como el propio ritual de su preparación y el cuidado que requiere, es algo que me llamó poderosamente la atención cuando conocí de su existencia hace años. Y es que en estos tiempos de prisas y egoísmo, no hay nada como el cuidado compartido del kéfir para sentirnos más unidos a los demás.
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