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Libros

Books to the ceiling,
Books to the sky,
My pile of books is a mile high.
How I love them! How I need them!
I'll have a long beard by the time I read them.
Arnold Lobel

Obras completas de Miguel Delibes

Con pocos autores me he sentido tan identificado, desde siempre, como con Miguel Delibes. Hombre cabal donde los haya, Delibes es uno de los grandes de nuestras letras. Desde que publicase su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, galardonada con el Premio Nadal hace ya más de sesenta años, su andadura literaria ha ido ligada siempre al sentir más popular, y a la voz de los humildes, de los niños y del campo. Así, no puede dejar de alegrarme comprobar cómo, en los últimos tiempos, su magna obra y su dimensión humana reciben un merecido reconocimiento.


Hace apenas dos meses me hacía eco, desde La Dehesilla News, de su cumpleaños, coincidente además con la noticia de la publicación de las obras completas del autor, revisadas por él mismo; noticia que, para más inri, se hacía pública durante la inauguración del II Congreso Internacional 'Cruzando Fronteras: Miguel Delibes, entre lo universal y lo local'. Como no podía ser menos, ya que la edición corre a cargo de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores y Ediciones Destino, nos encontramos ante unos volúmenes de cuidada presentación, en papel biblia de un encantador tono ahuesado y cubierta en tela. La alegría nos durará un par de años más, ya que la colección completa consta de siete volúmenes, y se irán publicando a razón de dos por año, permitiéndonos así redescubrir a nuestro cazador más literario.


Pero no termina aquí la cosa, ya que no han transcurrido ni dos semanas desde que la Asociación Colegiada de Escritores de España (ACE) otorgase al autor el Premio Quijote de las Letras Españolas 2007, tanto más honroso por cuanto el ganador es decidido en voto secreto por los más de 2500 socios que la conforman.


Nos quedamos, por fin, con un fragmento de su libro -de entre los suyos, claro está-, preferido: Viejas historias de Castilla la Vieja.


"Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro".


El pueblo en la cara. Viejas historias de Castilla la Vieja. Miguel Delibes.

Earl J. Hickey


Hacía bastante tiempo que no encontraba una serie de televisión que me llamase tanto la atención como Me llamo Earl. Desde que la vi anunciar por vez primera, Earl me cayó bien. Con su aspecto desastrado, la camisa de leñador abierta, vaqueros raídos y botas, el bigote descuidado y el pelo alborotado, me pareció francamente simpático. Una serie sobre una mala persona que tiene una lista de malas acciones que enmendar... curioso, pensé. Y pasó bastante tiempo hasta que pude hacerme con la primera temporada en español (en inglés ya están emitiendo la tercera).


Cuando vi el primer capítulo de la serie no podía parar de reír. Ni de verla. Y así, me encontré "zampándome" del tirón los tres primeros episodios. Tanto Earl como el resto de personajes que le acompañan son entrañables (sí, incluso Joy, su ex mujer, una Cruella de Vil en potencia, tiene una faceta adorable), y son como son porque no les queda, en cierto modo, más remedio.


Earl, además, presenta una actitud ambigua en cuanto a su lista. En ocasiones, parece importarle solamente tachar malas acciones de su lista, para ganarse el favor del Karma (no, no lo explicaré aquí, esta serie hay que verla, jeje), y en otras, parece sinceramente arrepentido de su pasado. Sin embargo, durante la serie va mostrando una evolución hacia esta última actitud: Earl se está convirtiendo en una buena persona.


El formato de la serie, además, permite ver los capítulos en relativo desorden, ya que la línea argumental es bastante difusa (simplemente, Earl debe tachar una mala acción de su lista en cada episodio, haciendo una buena que la compense), aunque en algunos capítulos aparecen personajes secundarios para los que Earl ya subsanó su error, y que arrancan una sonrisa de complicidad en el espectador. Además, la duración de cada episodio es de poco más de veinte minutos, y todo esto se agradece en una sociedad como la actual, en la que apenas se puede sacar tiempo para el ocio.


En resumen: no os la perdáis.

¿Reversi? ¡Otelo!


Conocí este juego hace ya bastantes años, cuando azuzado por un hambre atroz de enigmas, juegos de lógica y de tablero, indagaba en algún viejo volumen de la biblioteca de Santa Fe. Un cúmulo de factores hicieron que me enamorase inmediatamente del mismo: las reglas, sencillas, permitían ser asimiladas por cualquier persona en unos minutos, y permitirle jugar inmediatamente, lo que no es óbice para que la estrategia que se pueda desplegar durante una partida haya inspirado frases para referirse al Otelo como “a minute to learn, a lifetime to master”.


Pero, ¿por qué el título de esta entrada? Bueno, realmente por la ambigüedad existente respecto al nombre del juego. Aunque hoy día a lo que se suele jugar es al Otelo, éste no es más que la marca registrada de un juego originario de la Inglaterra Victoriana: el Reversi. Lo cierto es que entre ambos existen un par de diferencias, ya que en el Otelo se parte de una colocación específica de las piezas, pudiendo variar ésta en el Reversi, y además, en el Reversi cada jugador tiene treinta y dos piezas, siendo sesenta y cuatro en el Otelo, con dos colores, uno por cada cara, compartidas por ambos jugadores.


La mecánica del juego es sencilla: se parte de un tablero con sesenta y cuatro casillas, todas ellas iguales, y en el centro, cada jugador tiene dos piezas. Mueven primero las negras, y para ello, han de dejar entre la ficha que coloque el jugador, y otra existente de su color, una o más piezas del jugador contrario, que se tornan inmediatamente de su color. Así pues, para mover en este juego, deben capturarse siempre piezas enemigas, o nos veremos obligados a pasar nuestro turno. Esto provoca, además, que la situación del tablero cambie drásticamente con cada jugada. La partida termina cuando ninguno de los jugadores puede realizar un movimiento, es decir, capturar fichas del contrario. Ganará el que posea el mayor número de piezas.


Otro aspecto de interés de este juego es la inherente facilidad que conlleva su programación. Un solo tipo de fichas, sólo un movimiento que implica siempre la captura de piezas del enemigo, constituyen reglas sencillas al fin y al cabo, y la estrategia cambiante por la variación continua de la situación del tablero posibilitan que los programas que juegan al Otelo lo hagan con notable calidad. Algunos de los más interesantes son WZebra (con una versión impagable para PocketPC, llamada CEZebra) y el genial Logistello, que además es open source.


En cualquier caso, hay interesantísimos recursos disponibles en la red, de entre los que destacamos los que siguen:



Olores


Nos rodean cientos, miles de olores, pero rara vez damos la importancia que merece al sentido del olfato, excepto cuando el olor es en extremo desagradable y penetra ofensivamente por nuestras fosas nasales, o bien por reparar en él debido a su intensidad o por asociarlo a otras sensaciones, objetos, personas... recuerdos, al fin y al cabo.


Creo que hay pocos olores que sean para mí más significativos que el olor de las páginas de los libros. Cada libro tiene su propio olor, cambiante con el tiempo, según las andanzas que le depare su vida novelesca. Sin embargo, hay dos olores que podríamos dar en llamar universales en lo tocante a lo olfativo y a los libros: el olor de los libros de texto recién comprados, y el olor de una librería de viejo (o extensa biblioteca cargada de libros antiguos, tanto da).


Respecto al primero de ellos, ¿a cuántos nos vienen a la memoria esos días gloriosos de colegial, en los que, recién iniciado el curso, esperábamos impacientes la caterva de nuevos títulos que, traducidos en objetos de deseo, esnifábamos tras su compra, impregnándonos del olor a tinta aún fresca y a papel satinado recién prensado, impreso, encuadernado y desbarbado, pletórico de sabiduría? A los libros recién adquiridos se unían los heredados de hermanos, primos, amigos, que por mor de un milagro, no habían quedado desfasados aún en la vorágine editorial a que estamos acostumbrados hoy día. Éstos presentaban dobleces en las esquinas, garabatos y el nombre de sus antiguos poseedores, escrito cual Ex-Libris con la fluida caligrafía de alguno de los padres, o con inexperta mano de niño. El encanto de estos últimos era ir descubriendo, día a día, alguna ocurrencia que tuvo quien antes estudió esas páginas y, ya crecidos, los diversos amores platónicos que le desvelaron alguna que otra noche.


En cuanto al segundo de los olores, para quienes, superada la imposición de la obligatoriedad de los estudios, llegamos a amar los libros, a necesitar más que desear su presencia, el penetrar en una estancia atiborrada de libros, donde se acumulan cual pilares capaces de sostener toda la cultura y sabiduría de los pueblos, puede provocar sensaciones de admiración y recogimiento tan profundas al menos como las que provocaría en un fervoroso creyente llegar como peregrino a Santiago, o alcanzar por primera vez en su vida La Meca. El olor de los libros añosos, ancianos, recorridos por infinitas manos ávidas de saber, de surcar los mares de tinta de sus palabras, no tiene parangón. Las hojas, quebradizas ya por el tiempo vivido, despiertan en nosotros sentimientos protectores, la necesidad de tratarlas con mimo; los lomos, desgastados por el uso, invitan a ser acariciados; el tiempo, deja de existir.


Le livre, cet obscur objet du désir.

La Mazmorra


A quien me conozca bien no le resultará extraño comprobar cómo llegó a entusiasmarme esta saga en cómic sobre las andanzas de un pato y un dragón alrededor de la mazmorra gestionada por un pollo.


Lo primero que tendría que añadir es que no soy muy aficionado a este género (novela gráfica, cómic, etc.), no porque lo considere un género menor, sino simplemente porque siempre supuso para mí un medio muy válido de expresión artística pero, en general -y me crucificarán por esto-, más coartador de la imaginación que un libro. Sin embargo, he de coincidir en que es un medio de comunicación harto efectivo y más que adecuado en algunos casos. Como el que nos ocupa, por ejemplo.


A caballo entre la literatura épica fantástica de Tolkien, los juegos de rol, la novela de aventuras y la más desternillante y ácida crítica “a lo Groucho”, la ruptura de estereotipos a que nos someten las aventuras de Herbert y Marvin (pato y dragón, respectivamente), en los libros de La Mazmorra, no puede dejar a nadie indiferente. Son personajes entrañables, vivos, de los que no deseamos separarnos cuando llegamos a conocerles. La risa aflora en cada página, y viñeta a viñeta, Sfar y Trondheim, sus autores, nos llevan de la mano hacia situaciones disparatadas pero plausibles dentro de las reglas que marcan el devenir de Tierra Amata, su mundo.


No termina aquí la cosa. A Herbert y Marvin se suma una galería de secundarios que toman un protagonismo especial en cada libro y, en particular, en la saga de La Mazmorra: Monstruos, con aventuras protagonizadas por los mismos. Y, para rizar el rizo, dos sagas más: La Mazmorra, Amanecer, con un joven Guardián de La Mazmorra como protagonista de aventuras dignas de Dumas, y La Mazmorra, Crepúsculo, en la que descubrimos el lado más tenebroso de Herbert en una Tierra Amata pos-apocalíptica.

Firmin

Bajo tan curioso nombre, y firmado por Sam Savage, se esconde un librito (primera novela, para nada primeriza) de los que llaman a la puerta de tu corazón, y vienen para quedarse en tu estantería.


A grandes rasgos, Firmin libro narra la historia de Firmin protagonista, algo que puede resultar banal, pero que no lo será tanto para los que se adentren en su lectura. Firmin es una rata (sí, una rata de alcantarilla, de las que pueblan el subsuelo de cualquier metrópoli), pero una rata atípica. Nació en una librería, creció y se alimentó de libros, y finalmente aprendió a leer. Firmin nos muestra a quienes fuimos ratones de biblioteca, que la rata es el gato de la rata, y así, tejiendo analogías, nos hace sonreír, reír y llorar.


Si amas a los libros, adorarás éste.



Actualización a fecha 20 de enero de 2008


Jejeje, nuestro pequeño Firmin parece que va camino de convertirse en el fenómeno editorial del año, con una imparable campaña por parte de la editorial, que incluye un video promocional en YouTube. Aunque no entraré en ello, a modo anecdótico incluyo el video y un enlace relacionado.


El comentario sobre Firmin en El País.


Y el enlace al video promocional.

El puente vertical

Volvemos hoy con otro de mis primeros cuentos, el más extenso que llegué a escribir, y que adolece de graves carencias y una temprana escritura. Aun así, fue publicado en algunos medios electrónicos y aún a día de hoy aparece dentro de los contenidos del nº 111 de la revista electrónica sobre ciencia ficción Axxón.


http://axxon.com.ar/rev/111/c-111ElPuente.htm


La ilustración, de Valeria Uccelli, fue realizada ex profeso para esa edición.





Y los detalles de la edición, en Términus Trantor.

Terruño


Aún no amanecía y ya se encontraba el viejo caminando entre los olivos, despanzurrando bajo la suela de sus botas los terrones arcillosos del suelo de secano, precedido por la perra, que avanzaba olisqueando a una quincena de metros de él. La llamó mediante un silbido. El animal, una añosa hembra de pointer de pelo blanco y naranja, se volvió hacia el hombre y retrocedió sobre sus pasos, cansina. Éste vestía un jersey verde oscuro, apenas entrevisto por el cuello de la zamarra de lana que lo cubría desde el suyo propio hasta bajo la cintura, justo donde comenzaba el pardo pantalón de pana. La perra llegó hasta él, siendo acariciada tiernamente por una mano surcada, como la tierra, de arrugas y cicatrices realizadas por la yunta del tiempo y el arado del trabajo. El cielo comenzaba a tomar un color plomizo que fue enrojeciendo por el este, y los bancos de niebla que se asentaban en las vaguadas comenzaron a tomar consciencia de su pronta desaparición. "Hará buen día", pensó el viejo. Descolgó de su hombro la alargada funda que portaba, sacó de ella una escopeta de cañones yuxtapuestos, cromados y con el ánima estriada, la partió, cargó con cartuchos que previamente había sacado de un zurrón que llevaba en bandolera y volvió a cerrarla con un sonoro chasquido.


Era casi mediodía, el sol se alzaba en el cielo, brillante, pero no lograba calentar la mañana. El viejo había tomado asiento sobre una roca de superficie pulida, al abrigo de una retama; la perra a su lado, tumbada, con la lengua fuera, jipando, las ubres de perra vieja que dio a luz múltiples camadas moviéndose con laxitud al ritmo impuesto por la acelerada respiración, los ojos oscuros vigilando las bocas de gazaperas que se abrían frente a ella, al otro lado de la barranquera. Al viejo se le daba un ardite el conseguir una pieza, al contrario que esos jóvenes cazadores cuya máxima aspiración era volver con las perchas llenas; tal vez porque él había pasado por esa etapa durante su larga vida, prefería disfrutar del día en el campo de un modo más sosegado, gozando del olor del aire, transporte de aromas a tomillo, romero y salvia; de los rayos de sol calentando su cuerpo, por más que ese día el astro parecía un avaro guardando su oro tras una vitrina, mostrándolo sin desear compartirlo. Sacó del bolsillo un cajetín de tabaco, lo golpeó contra el dorso de su mano izquierda, haciendo salir un cigarro que puso entre sus labios. Guardó el paquete de tabaco y sacó un encendedor con el que prendió fuego a la punta del cigarrillo, protegiendo la llama entretanto con la palma de la mano. Dio un par de caladas y espiró el humo por la nariz mientras levantaba la cabeza y, usando la mano izquierda como visera, descubría una pequeña mancha contra el azul del cielo. Un cernícalo, alas y cola desplegadas, se cernía sobre una loma cercana, avanzando de vez en cuando ayudado por las corrientes eólicas para volver a detenerse algo más adelante como si estuviera sujeto por un hilo invisible, quizá el de la supervivencia.


La tarde comenzaba lentamente a morir y el viejo volvía a caminar con la perra por delante, como siempre, bebiendo ésta los vientos en busca de un rastro. Se detuvo el cánido, de repente, sin avisar, una pata delantera flexionada, el rabo perpendicular al suelo y la mirada fija en unos matorrales. El viejo tomó con ambas manos el arma y se la encaró a la vez que emitía un chasquido con la lengua. La perra se lanzó contra el matojo y de éste surgió una mancha rojiza que aleteando ruidosamente mostraba la espalda al cazador. Tronó la escopeta y su boca escupió fuego, y la perdiz cayó pesadamente contra el suelo, dejando tras de sí una estela de plumón. La perra alternaba su atención entre el lugar donde se encontraba el ave y su amo. A un gesto de éste fue trotando, cogió el inerte cuerpo y volvió cojeando, la cabeza gacha, moviendo el rabo y con mirada cómplice, hasta depositar a los pies del hombre la presa. "Buena chica" pensaba el viejo mientras levantaba con sus manazas el noble rostro de la perra y la miraba a los ojos, profundos, inteligentes. Le cogió la pata derecha y buscó en la parte inferior de ésta, hallando clavada entre los pulpejos una esquirla metálica. La tomó entre dos dedos y la extrajo haciendo manar la sangre cálida y espesa del animal. "Ambos estamos viejos, demasiado viejos. Anda, volvamos a casa, que ya es tarde", dijo mientras cogía del suelo la perdiz y la introducía en el zurrón, que presentaba desde siempre irregulares manchas parduscas de sangre.