Aún no amanecía y ya se encontraba el viejo caminando entre los olivos, despanzurrando bajo la suela de sus botas los terrones arcillosos del suelo de secano, precedido por la perra, que avanzaba olisqueando a una quincena de metros de él. La llamó mediante un silbido. El animal, una añosa hembra de pointer de pelo blanco y naranja, se volvió hacia el hombre y retrocedió sobre sus pasos, cansina. Éste vestía un jersey verde oscuro, apenas entrevisto por el cuello de la zamarra de lana que lo cubría desde el suyo propio hasta bajo la cintura, justo donde comenzaba el pardo pantalón de pana. La perra llegó hasta él, siendo acariciada tiernamente por una mano surcada, como la tierra, de arrugas y cicatrices realizadas por la yunta del tiempo y el arado del trabajo. El cielo comenzaba a tomar un color plomizo que fue enrojeciendo por el este, y los bancos de niebla que se asentaban en las vaguadas comenzaron a tomar consciencia de su pronta desaparición. "Hará buen día", pensó el viejo. Descolgó de su hombro la alargada funda que portaba, sacó de ella una escopeta de cañones yuxtapuestos, cromados y con el ánima estriada, la partió, cargó con cartuchos que previamente había sacado de un zurrón que llevaba en bandolera y volvió a cerrarla con un sonoro chasquido.
Era casi mediodía, el sol se alzaba en el cielo, brillante, pero no lograba calentar la mañana. El viejo había tomado asiento sobre una roca de superficie pulida, al abrigo de una retama; la perra a su lado, tumbada, con la lengua fuera, jipando, las ubres de perra vieja que dio a luz múltiples camadas moviéndose con laxitud al ritmo impuesto por la acelerada respiración, los ojos oscuros vigilando las bocas de gazaperas que se abrían frente a ella, al otro lado de la barranquera. Al viejo se le daba un ardite el conseguir una pieza, al contrario que esos jóvenes cazadores cuya máxima aspiración era volver con las perchas llenas; tal vez porque él había pasado por esa etapa durante su larga vida, prefería disfrutar del día en el campo de un modo más sosegado, gozando del olor del aire, transporte de aromas a tomillo, romero y salvia; de los rayos de sol calentando su cuerpo, por más que ese día el astro parecía un avaro guardando su oro tras una vitrina, mostrándolo sin desear compartirlo. Sacó del bolsillo un cajetín de tabaco, lo golpeó contra el dorso de su mano izquierda, haciendo salir un cigarro que puso entre sus labios. Guardó el paquete de tabaco y sacó un encendedor con el que prendió fuego a la punta del cigarrillo, protegiendo la llama entretanto con la palma de la mano. Dio un par de caladas y espiró el humo por la nariz mientras levantaba la cabeza y, usando la mano izquierda como visera, descubría una pequeña mancha contra el azul del cielo. Un cernícalo, alas y cola desplegadas, se cernía sobre una loma cercana, avanzando de vez en cuando ayudado por las corrientes eólicas para volver a detenerse algo más adelante como si estuviera sujeto por un hilo invisible, quizá el de la supervivencia.
La tarde comenzaba lentamente a morir y el viejo volvía a caminar con la perra por delante, como siempre, bebiendo ésta los vientos en busca de un rastro. Se detuvo el cánido, de repente, sin avisar, una pata delantera flexionada, el rabo perpendicular al suelo y la mirada fija en unos matorrales. El viejo tomó con ambas manos el arma y se la encaró a la vez que emitía un chasquido con la lengua. La perra se lanzó contra el matojo y de éste surgió una mancha rojiza que aleteando ruidosamente mostraba la espalda al cazador. Tronó la escopeta y su boca escupió fuego, y la perdiz cayó pesadamente contra el suelo, dejando tras de sí una estela de plumón. La perra alternaba su atención entre el lugar donde se encontraba el ave y su amo. A un gesto de éste fue trotando, cogió el inerte cuerpo y volvió cojeando, la cabeza gacha, moviendo el rabo y con mirada cómplice, hasta depositar a los pies del hombre la presa. "Buena chica" pensaba el viejo mientras levantaba con sus manazas el noble rostro de la perra y la miraba a los ojos, profundos, inteligentes. Le cogió la pata derecha y buscó en la parte inferior de ésta, hallando clavada entre los pulpejos una esquirla metálica. La tomó entre dos dedos y la extrajo haciendo manar la sangre cálida y espesa del animal. "Ambos estamos viejos, demasiado viejos. Anda, volvamos a casa, que ya es tarde", dijo mientras cogía del suelo la perdiz y la introducía en el zurrón, que presentaba desde siempre irregulares manchas parduscas de sangre.
Etiquetas: cuentos
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La desnudez de los árbolesHace 3 años