Abrí los ojos y, pese a no recordar dónde me encontraba ni cómo había llegado hasta aquí, me sentí extrañamente tranquilo, en paz. El penetrante olor a tierra húmeda era, junto al rudo tacto de la estaca de madera en la que me apoyé para levantarme, la sensación más intensa que había tenido en mucho tiempo. El sol brillaba con desgana, por lo que su luz, tenue y apagada, daba al campo en que me encontraba el aspecto desvaído y sin relieve de una fotografía antigua. Bajo mi mano, la estaca, antaño parte de la discontinua valla que corría a lo largo del barbecho se movía levemente, balanceándose sobre su base, tan inestable como yo. A lo lejos, en el páramo, pastaba un reducido grupo de ojaladas, serenas bajo la custodia del perro, un robusto mastín del Pirineo que las contemplaba recostado a unas decenas de metros del rebaño. Dirigí la mirada hacia el suelo y me agaché a recoger el zurrón que se encontraba al lado del lugar donde había permanecido tumbado hasta hacía un momento. Lo cargué al hombro, y me dirigí hacia el rebaño. Bronco, el perro, giró su enorme cabeza hacia mí al oír mis pasos, se levantó con pesadez y comenzó a caminar con pasos cortos, agitando el rabo, hasta encontrarse a mi altura. ¿Qué hay, amigo?, le pregunté, y Bronco me miró agradecido, como siempre lo hacía, sin el menor asomo de falsedad, con la mirada limpia y leal que sólo los perros poseen. Sus ojos hicieron que me retrotrajera al momento en que decidí partir rumbo a la tierra de la que me había enamorado años antes a primera vista, y que conservaba en su agreste belleza la serena calma de una madre olvidada que, aun sabiéndose digna de un mejor futuro, acepta estoica el destino al que sus malhadados hijos la han sentenciado. Me senté cerca del rebaño, saqué algo de comida del zurrón, en tanto Bronco se tumbaba frente a mí, venteando curioso mientras desenvolvía el queso y le arrojaba un trozo de pan para que fuese distrayendo el hambre.
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